«Le compramos el móvil cuando hizo la Comunión, en qué momento...», recuerda Manuela García, que tiene 44 años, dos hijas, dos riñones que no funcionan y un enganche chungo: a la espera de un trasplante, vive dependiendo de su máquina de diálisis cada cuatro horas.

«Al principio la cosa iba normal. La niña jugaba con el teléfono, chateaba un poco y eso. Yo no le daba importancia. Lo peor vino con la obsesión del WhatsApp. A eso de los 13 o 14 años empezó a bajar en los estudios. Contestaba mucho. Estudiaba con el móvil. Iba al baño con él. Se lo llevaba a clase. Salía por ahí, la llamaba al teléfono y lo tenía de adorno: ni respondía. Si le decíamos que estaba demasiado tiempo con los mensajes y se lo quitábamos, se ponía violenta. Yo no veía normal que a esa edad no hiciera otra cosa. Entonces un día ya le advertí: 'Si sigues igual te voy a tener que llevar a un psicólogo, yo no puedo vivir así'. Me contestó: 'Me la suda, haz lo que te dé la gana'. Y siguió con los mensajes».

Le pides a Manuela un recuerdo visual de su hija en aquellos años de esclava y te devuelve una imagen: «La imagen de mi hija con la cabeza siempre agachada. Pulsando con los dedos gordos. Yendo a todos los sitios así».

Fueron los años del ensimismamiento y de la explosión. De Vanessa con un Samsung y de Vanessa con un LG. De la hija sorda y muda. De la alumna monosilábica y de la chica enchufada a un cargador. Tenía que pasar.

Aquel día Manuela le pidió el móvil a Vanessa. Como la hija se negaba a dárselo, la madre se lo quitó. Entonces Vanessa le dio un golpe en el abdomen -justo en la zona donde Manuela tiene puesto un catéter permanente para la diálisis- y cayó al suelo. Vanessa empezó a darle puñetazos a un armario, rompió una puerta del mismo, dejó a su hermana con una herida en el cuello y terminó llamando a su madre «gilipollas» y cosas así.

-¿Recuerdas más cosas que dijeras?

-Sí. Decía que me quería morir y que ojalá no hubiera nacido. Yo lloraba y gritaba como... como... como si una persona querida se me hubiese muerto. Eso.

Lo cierto es que llama la atención que algo como WhatsApp pueda acabar trayendo a una menor a una asociación centrada en la recuperación de personas con problemas de drogas. Un sitio al que vienen chicos hasta arriba de cocaína o con problemas de consumo de pastillas. Y también Vanessa.

Hace tiempo le pedimos ayuda a la UNAD (Unidad de Asociaciones y Entidades de Atención al Drogodependiente, integrada por 250 entidades) y nos ha puesto frente a un caso singular: ella es la única menor adicta a esta aplicación del móvil que está en tratamiento en toda la comunidad autónoma de La Rioja.

«Es un fenómeno cada vez mayor: el de los chavales que se enganchan a la mensajería instantánea», comienza José Luis Rabadán, médico especialista en drogodependencias y presidente de la asociación en la que Vanessa hace terapia. «Las características de estas adicciones sin sustancia [así se las llama] es que el sujeto tiene una pérdida de control sobre la conducta, y aunque sepa que el abuso que hace es negativo, lo sigue haciendo no porque se sienta bien, sino porque si deja de hacerlo se siente mal. Hay una gran diferencia en estas adicciones: la idea es que el individuo adicto haga un uso controlado: los adictos al sexo, las compras o el móvil tienen que seguir disfrutando de todas esas cosas, sólo que de un modo racional».

Vanessa llegó al centro megaconectada como uno de esos pacientes de box de Urgencias que necesitan mil enchufes para seguir respirando. Hoy es capaz de hacer otras cosas que estar enganchada a una máquina.

-Cosas que antes no hacía y ahora sí -dice su madre, justo antes de ir a engancharse a la suya.

Pongamos que «bajar a comprar el pan». Pongamos que «hacer la cama y la casa». Pongamos que «aprobar casi todas». Pongamos lo mejor: «Acompañarme cuando la diálisis y darme muchos besos».

Entre la Vanessa que quemaba y la Vanessa templada hay una suerte de enfriamiento controlado, igual que cuando has comido hasta el hartazgo y el dietista te programa una purga estricta.

Empezó yendo a terapia tres veces a la semana y ahora acude una vez al mes. Sólo puede consultar su móvil por las tardes, de tres a cuatro y de siete a ocho. Cuando termina ha de dejarlo en un cajón. Un día a la semana, los jueves, tiene prohibido tocarlo.

-Uf, los jueves para mí son deprimentes. A veces le digo a mi hermana que si puedo salir con ella a pasear los jueves para que se me pasen pronto.

Hay adicciones y adicciones y la de Manuela -confiesa entre bromas- es la versión de Ana y los siete que ahora ponen en un canal a la hora de la siesta.

Hay madres y madres y Vanessa dice que, si algún día ella lo fuera, no le compraría un móvil a su hija hasta que cumpliera los 17 años, «que es cuando se tiene cabeza para utilizarlo bien».

Hay risas y risas. Porque Vanessa ya sonríe a estas alturas: «Mis amigas se toman a risa que venga a terapia por el WhatsApp, pero a mí me da igual. Yo les digo que ellas también tendrían que venir aquí. Porque yo las he visto llegar a su casa y estar todo el día igual. Como si no hubiera otra cosa. Una vez ya le solté a una: 'Estamos comiendo, ¿puedes dejar el móvil?'».

Y nos despedimos con un «que tengas suerte». Y caminamos unos pasos en silencio. Y, antes de llegar al coche para hacer el viaje de vuelta, encendemos los móviles para no sentirnos tan solos.

«Le compramos el móvil cuando hizo la Comunión, en qué momento...», recuerda Manuela García, que tiene 44 años, dos hijas, dos riñones que no funcionan y un enganche chungo: a la espera de un trasplante, vive dependiendo de su máquina de diálisis cada cuatro horas.

«Al principio la cosa iba normal. La niña jugaba con el teléfono, chateaba un poco y eso. Yo no le daba importancia. Lo peor vino con la obsesión del WhatsApp. A eso de los 13 o 14 años empezó a bajar en los estudios. Contestaba mucho. Estudiaba con el móvil. Iba al baño con él. Se lo llevaba a clase. Salía por ahí, la llamaba al teléfono y lo tenía de adorno: ni respondía. Si le decíamos que estaba demasiado tiempo con los mensajes y se lo quitábamos, se ponía violenta. Yo no veía normal que a esa edad no hiciera otra cosa. Entonces un día ya le advertí: 'Si sigues igual te voy a tener que llevar a un psicólogo, yo no puedo vivir así'. Me contestó: 'Me la suda, haz lo que te dé la gana'. Y siguió con los mensajes».

Le pides a Manuela un recuerdo visual de su hija en aquellos años de esclava y te devuelve una imagen: «La imagen de mi hija con la cabeza siempre agachada. Pulsando con los dedos gordos. Yendo a todos los sitios así».

Fueron los años del ensimismamiento y de la explosión. De Vanessa con un Samsung y de Vanessa con un LG. De la hija sorda y muda. De la alumna monosilábica y de la chica enchufada a un cargador. Tenía que pasar.

Aquel día Manuela le pidió el móvil a Vanessa. Como la hija se negaba a dárselo, la madre se lo quitó. Entonces Vanessa le dio un golpe en el abdomen -justo en la zona donde Manuela tiene puesto un catéter permanente para la diálisis- y cayó al suelo. Vanessa empezó a darle puñetazos a un armario, rompió una puerta del mismo, dejó a su hermana con una herida en el cuello y terminó llamando a su madre «gilipollas» y cosas así.

-¿Recuerdas más cosas que dijeras?

-Sí. Decía que me quería morir y que ojalá no hubiera nacido. Yo lloraba y gritaba como... como... como si una persona querida se me hubiese muerto. Eso.

Lo cierto es que llama la atención que algo como WhatsApp pueda acabar trayendo a una menor a una asociación centrada en la recuperación de personas con problemas de drogas. Un sitio al que vienen chicos hasta arriba de cocaína o con problemas de consumo de pastillas. Y también Vanessa.

Hace tiempo le pedimos ayuda a la UNAD (Unidad de Asociaciones y Entidades de Atención al Drogodependiente, integrada por 250 entidades) y nos ha puesto frente a un caso singular: ella es la única menor adicta a esta aplicación del móvil que está en tratamiento en toda la comunidad autónoma de La Rioja.

«Es un fenómeno cada vez mayor: el de los chavales que se enganchan a la mensajería instantánea», comienza José Luis Rabadán, médico especialista en drogodependencias y presidente de la asociación en la que Vanessa hace terapia. «Las características de estas adicciones sin sustancia [así se las llama] es que el sujeto tiene una pérdida de control sobre la conducta, y aunque sepa que el abuso que hace es negativo, lo sigue haciendo no porque se sienta bien, sino porque si deja de hacerlo se siente mal. Hay una gran diferencia en estas adicciones: la idea es que el individuo adicto haga un uso controlado: los adictos al sexo, las compras o el móvil tienen que seguir disfrutando de todas esas cosas, sólo que de un modo racional».

Vanessa llegó al centro megaconectada como uno de esos pacientes de box de Urgencias que necesitan mil enchufes para seguir respirando. Hoy es capaz de hacer otras cosas que estar enganchada a una máquina.

-Cosas que antes no hacía y ahora sí -dice su madre, justo antes de ir a engancharse a la suya.

Pongamos que «bajar a comprar el pan». Pongamos que «hacer la cama y la casa». Pongamos que «aprobar casi todas». Pongamos lo mejor: «Acompañarme cuando la diálisis y darme muchos besos».

Entre la Vanessa que quemaba y la Vanessa templada hay una suerte de enfriamiento controlado, igual que cuando has comido hasta el hartazgo y el dietista te programa una purga estricta.

Empezó yendo a terapia tres veces a la semana y ahora acude una vez al mes. Sólo puede consultar su móvil por las tardes, de tres a cuatro y de siete a ocho. Cuando termina ha de dejarlo en un cajón. Un día a la semana, los jueves, tiene prohibido tocarlo.

-Uf, los jueves para mí son deprimentes. A veces le digo a mi hermana que si puedo salir con ella a pasear los jueves para que se me pasen pronto.

Hay adicciones y adicciones y la de Manuela -confiesa entre bromas- es la versión de Ana y los siete que ahora ponen en un canal a la hora de la siesta.

Hay madres y madres y Vanessa dice que, si algún día ella lo fuera, no le compraría un móvil a su hija hasta que cumpliera los 17 años, «que es cuando se tiene cabeza para utilizarlo bien».

Hay risas y risas. Porque Vanessa ya sonríe a estas alturas: «Mis amigas se toman a risa que venga a terapia por el WhatsApp, pero a mí me da igual. Yo les digo que ellas también tendrían que venir aquí. Porque yo las he visto llegar a su casa y estar todo el día igual. Como si no hubiera otra cosa. Una vez ya le solté a una: 'Estamos comiendo, ¿puedes dejar el móvil?'».

Y nos despedimos con un «que tengas suerte». Y caminamos unos pasos en silencio. Y, antes de llegar al coche para hacer el viaje de vuelta, encendemos los móviles para no sentirnos tan solos.